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Añoranzas del pasado

Añoranzas del pasado, bajo la tarde argéntea del invierno, con el viento desbocado que azota los cristales de la memoria y la estampa agrietada de un parque gris, desvencijado. Otra foto arrugada, otra ventana en la historia y la sin par dedicatoria, de un tiempo arruinado, despreciablemente minado de traiciones y escoria que enturbian el legado de unos pasos inciertos por los confines de la oratoria.

Todo queda atrás, en el reloj quebrado, de arenas blancas y cenizas de otras glorias. Todo muerto, ceniciento, enlutado, buscando la correcta escapatoria, la que matice con un suspiro, ese recuerdo astuto de silencios fatídicos y guiños errantes. Todo quedó lejos, nada perdura y el alma sufre desdichada en la penumbra tras las sombras caducas de los cipreses en la espesura.

Pero a pesar de otras puertas abiertas, de otros recovecos inventados, de otras palmas enhiestas, de otros senderos trazados, a pesar de la orilla descubierta, del mar encrespado, del entusiasmo enervado y la sangre en las venas,  el ayer se hizo sal, estatua de otros trazos, volutas de humo incierto, versos de tinta invisible, juguete rotos por brazos divisibles y un plumero absurdo que todo lo barre con su espíritu ensimismado. Nada se salva de sus garras, de su viento, de su tórrido abrazo traicionero ni de su palabra.

Nada sobrevive al destino

Y todo me hiela el corazón en ese escenario de la vida, sin tramoyistas ni telón, ni ensayos ni tomas falsas. La añoranza agota la razón, el latido de poniente, los guiños de la gente y la inigualable emoción de los que sintieron alguna vez, la escena de la ilusión. Nada sobrevive el destino, a la noria de la vida, al singular camino que nos lleva por los atajos de la locura y la desdicha.

Y así, los sabores añejos, la tranquilidad y la pausa, el penetrante aroma del café recién molido, el ocaso penitente, el sonido irreverente y el agua en el quicio de la casa. Los juegos, los niños, los cromos, las heridas y las caricias infinitas. No hay más, no hay camino de retorno, el ayer barrió las hojas y hoy ya es tarde para desandar el trecho de la impaciencia. Sólo queda el placer vivido de la familia y de sus besos,  un sentir dormido en ese sillón mullido que invita al descanso, con el chisporroteo próximo de una chimenea oportuna.

Al final del todo, cuando sólo seamos polvo y nos vista el traje eterno de tierra o el fuego lama nuestra heridas, sólo sentiré de manera indeleble, sentiré más que nada, más que nunca, la impaciencia vespertina, la añoranza revivida y tu mirada de hermosura. Recuerdos del ayer, de tus ojos imborrables, de tu amor entrañable y de un perfume de mujer.