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Un silencio espeso e incómodo empezó a mezclarse con la bruma de la mañana. Un rumor de sal invadió el ambiente y el resquemor a una derrota empezó a pulular en los corazones de aquellos valientes. Apenas bastaron unos instantes para romper aquel nefasto mensaje. Nuevos bríos inundaron aquella empresa y la sangre hervía de emoción por el encuentro.

  • No hemos venido hasta aquí para nada –dijo Urdaneta, quebrando la tensión- Aquella nave que se divisa a lo lejos, gracias a los cielos, viene por fin a socorrernos y por eso no debemos desfallecer; 
  • Pues sólo nos queda batirnos y abordar su galera. Demostremos que somos españoles y que nada tememos ¿Quién está conmigo? –dijo el capitán con arrojo, mirando a Urdaneta.

Una encendida marea de vítores impregnó la playa de Tidore, al mismo tiempo que el viento amainaba. Coraje y valor en la orilla de la aventura, confines de un mundo por descubrir y una realidad en ciernes. El espíritu del viejo soldado hispano salía a la luz, temido y respetado, para contrarrestar el poder de fuego de los portugueses, pertrechados y bien repuestos. El devenir del combate estaba en manos de Dios. 

            Y se hicieron a la mar con la ilusión y el miedo propio del que lo da todo por terminado, del que pone toda su fortuna en aquella empresa. A pesar de las velas en el horizonte,  estaban solos, con la mera ayuda de unos remeros indígenas, agradecidos y dispuestos a entregar su vida por ayudarles. Rumbo a la batalla, valientes y orgullosos, les esperaba la gloria o el infierno.

Y en aquel preciso momento, elucubrando con la suerte, rememoraron travesías audaces, compañeros caídos y sueños olvidados. Se hallaban en las Islas Molucas por un encargo imperial, para dominar una ruta, para descubrir nuevos caminos y para hacerse con el mercado de las especias. Tremenda lucha de voluntades y armas desiguales.

            Con la convicción en la pechera, fueron acercándonos a la galera enemiga a buen ritmo pero, cuando estaban a tiro de arcabuz, les sorprendió una lluvia de fuego. Armas de pequeño calibre disparaban contra ellos impidiendo el avance. Una primera toma de contacto, sangrienta y decepcionante. Se retiraron farfullando maldiciones y dispuestos para otro asalto.

            De nuevo boga de combate, esfuerzo supremo para arremeter con fuerza contra los portugueses y su pólvora. Nada está decidido aún pero otra vez el recibimiento es tremendo y la desigualdad es patente. Apenas logran acercarse y no consiguen enlazarlos para acometer el abordaje. Se retiran, mal encarados, con la hiel en el gaznate y los ecos de los heridos restallando en nuestros corazones.

            Hay un tercer intento, un ejercicio de voluntad férrea por conseguir atrapar la presa e intentar igualar las fuerzas, sin armas de fuego de por medio. Allí sólo primaría el valor, la garra y el coraje de los combatientes. Y a eso nadie les ganaba. Pero también fueron rechazados, sin remedio.

            Sin apenas resuello ni ánimos en la venas, veían peligrar aquella misión. El capitán, sobrecogido por las circunstancias, valoró la situación y decidió apostarlo todo a una carta.  Alzó la voz en cubierta, con la intención de recobrar los ánimos:

  • ¡Abordemos esa galera y demos su merecido a esos portugueses, hijos de mala madre! ¡Por España! ¡Por el Emperador!

Los remeros, con la voz en cuello, gritaron al unísono las consignas aprendidas y agarraron con violencia aquellos palos, dispuestos a golpear el agua como si les fuese la vida en ello. Dientes apretados, puños ardientes, armas agarradas con fiereza y un valor jamás visto en aquellos lares. 

Cruel andanada de plomo y pólvora, latigazos de dolor y astillas llameantes que laceran la piel. Aguantan con estoicismo aquel torrente de muerte, mientras los remeros escupían el alma en su intento de embestir la nave enemiga. Distancia infinita que nunca se acortaba, vidas que se escapaban y maldiciones a los cielos.

Pero aquel postrero ataque de rabia sí dio sus frutos. Tal vez por la persistencia o por la suerte, esquiva por momentos, en un lance de la refriega, aprovechando que los portugueses recargaban sus armas, la galera española, empujada por la gloria de sus marinos, se entrelazó con la enemiga. Por fin se puso una pica en su cubierta.

Se les brindaba una sola oportunidad para cambiar el curso de aquella batalla y no la iban a desaprovechar. Las entrañas palpitaban con fuerza en el estómago mientras saltaban por la borda, dispuestos a ensartar con sus espadas a cualquiera que se les pusiera por delante. Habían abordado el barco y era momento de ajustar cuentas

Aquellos primeros momentos de confusión dieron paso al pavor más terrible. Los portugueses, al ver su galera tomada por temibles españoles, sedientos de venganza, se lanzaban al agua por doquier y muchos, sin saber nadar, morían ahogados en aquellas aguas lejanas. Cuerpo a cuerpo, lance a lance, tomaron con determinación aquella embarcación  y dieron buena cuenta de los enemigos. 

Habían vencido a los portugueses en aquella batalla naval, en los confines del mundo. Dos galeras enfrentadas por una ilusión y por una ruta comercial. Dos ejércitos peleando por un pequeño territorio, lejos de su patria y sus reyes. 

Pero la guerra no había terminado. Los portugueses seguían fuertes y preparados pese a la derrota. La traición medraba en la espuma de la playa, la enfermedad y la necesidad lo cubrían todo. Acciones audaces y valientes, hombres decididos y una misión suicida. No quedaba más que seguir batiéndose.

Pero a pesar de todo, a pesar de las penalidades y sufrimientos, de las laceraciones y el futuro incierto, eran soldados españoles, tercios de mar y sangre, embarcados en una aventura sin igual, en el mar lejano de la Islas Molucas. Pelearon y ganaron en buena lid una batalla naval a los portugueses con una galera que ellos mismos construyeron. Andrés de Urdaneta, con sus escritos, daría fe de lo que aconteció para gloria de la patria, del emperador y de sus familias.