Seleccionar página
¿Cuántas veces nos hemos parado a observar la inocente sonrisa de nuestros hijos? ¿Cuántas veces hemos pasado de largo sin disfrutar de esa luz mágica? ¿Acaso nos hemos vuelto tan insensibles que no sabemos saborear los placeres de la vida cuándo los tenemos delante?
 
Hace poco escribía sobre el sentido de la utilidad y daba consejos para aumentar nuestra autoestima. Uno de ellos era el saber disfrutar de nuestros seres queridos, de las personas que nos quieren, nos cuidan y se preocupan por nosotros. Y en especial de nuestros hijos.
 
 
 
Dada nuestra forma de vivir la vida, de correr demasiado y pedir mucho, de nuestros fríos egoísmos y de intentar robarle tiempo al tiempo, nos olvidamos de los detalles esenciales, de momentos irrepetibles y sinceros. Y en esa vorágine, queremos hacer mayores a nuestros hijos, con demasiada prontitud y obviamos que jugamos con ventaja, siempre tienen la de perder; nos olvidamos de crecer en esas sonrisas, de aprender con sus caras limpias y sus almas juguetonas. Y debemos tener en cuenta una cosa: jamás vuelve a tener 3 años.
 
Hace poco descubrí una carta apasionante y sorprendente, una misiva escrita, hace mucho tiempo, por W. Livingston Larned y no por ello ha dejado de reproducirse en muchos medios y países. Espero que os sirva para disfrutar de lo que tenemos y atesorar cada momento como único:

 

«Papá Olvida»
 
 
Escucha, hijo: voy a decirte esto mientras duermes, una manecita metida bajo la mejilla y los rubios rizos pegados a tu frente humedecida.
He entrado solo a tu cuarto. Hace unos minutos, mientras leía mi diario en la biblioteca, sentí una ola de remordimiento que me ahogaba. Culpable, vine junto a tu cama.
Esto es lo que pensaba, hijo: me enojé contigo.
Te regañé porque no te limpiaste los zapatos. Te grité porque dejaste caer algo al suelo.
Durante el desayuno te regañé también. Volcaste las cosas. Tragaste la comida sin cuidado.
Pusiste los codos sobre la mesa. Untaste demasiado el pan con la mantequilla. Y cuando te ibas a jugar y yo salía a tomar el tren, te volviste y me saludaste con la mano y dijiste: “¡Adiós, papito!” y yo fruncí el entrecejo y te respondí: “¡Ten erguidos los hombros!”
Al caer la tarde todo empezó de nuevo. Al acercarme a casa te vi, de rodillas, jugando en la calle. Tenías agujeros en las medias. Te humillé ante tus amiguitos al hacerte marchar a casa delante de mí.
Las medias son caras, y si tuvieras que comprarlas tú, serías más cuidadoso. Pensar, hijo, que un padre diga eso.
¿Recuerdas, más tarde, cuando yo leía en la biblioteca y entraste tímidamente, con una mirada de perseguido? Cuando levanté la vista del diario, impaciente por la interrupción, vacilaste en la puerta.
“¿Qué quieres ahora?”, te dije bruscamente.
Nada respondiste, pero te lanzaste en tempestuosa carrera y me echaste los brazos al cuello y me besaste, y tus bracitos me apretaron con un cariño que Dios había hecho florecer en tu corazón y que ni aun el descuido ajeno puede agotar.
Y luego te fuiste a dormir, con breves pasitos ruidosos por la escalera.
Bien, hijo: poco después fue cuando se me cayó el diario de las manos y entró en mí un terrible temor. ¿Qué estaba haciendo de mí la costumbre?
La costumbre de encontrar defectos, de reprender; ésta era mi recompensa a ti por ser un niño. No era que yo no te amara; era que esperaba demasiado de ti. Y medía según la vara de mis años maduros.
Y hay tanto de bueno y de bello y de recto en tu carácter. Ese corazoncito tuyo es grande como el sol que nace entre las colinas.
Así lo demostraste con tu espontáneo impulso de correr a besarme esta noche. Nada más que eso importa esta noche, hijo. He llegado hasta tu camita en la oscuridad, y me he arrodillado, lleno de vergüenza.
Es una pobre explicación; sé que no comprenderías estas cosas si te las dijera cuando estás despierto.
Pero mañana seré un verdadero papito. Seré tu compañero, y sufriré cuando sufras, y reiré cuando rías. Me morderé la lengua cuando esté por pronunciar palabras impacientes. No haré más que decirme, como si fuera un ritual: “No es más que un niño, un niño pequeñito”.
Temo haberte imaginado hombre.
Pero al verte ahora, hijo, acurrucado, fatigado en tu camita, veo que eres un bebé todavía. Ayer estabas en los brazos de tu madre, con la cabeza en su hombro.
He pedido demasiado, demasiado…
                                                                                                  W. Livingston Larned
 
 

Espero que os haya conmovido como a mi y que abracéis a vuestros pequeños con la fuerza del corazón agradecido. Os dejo un enlace en youtube para que lo podáis escuchar. 

Y no os olvidéis de SONREÍR Y DE DISFRUTAR DE LA SONRISA MÁS PURA QUE EXISTE: LA DE VUESTROS HIJOS.