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«Que cada hermano sea la fortaleza para el otro, porque el hermano ayudado por el hermano es como una ciudad amurallada».

Cruzadas, empresas para recuperar los santos lugares y que numerosos Papas bendijeron con bulas. Caballeros y personas de toda condición eran llamadas a las mismas con la promesa de conseguir la indulgencia plenaria. Misiones y empresas donde se prestaban a luchar contra los sarracenos en tierra santa. Y no solo en los santos lugares en torno a Jerusalén, sino también en España, allá por el principio del Siglo XIII,

Es cierto que, tras la derrota de Alarcos, donde se vio peligrar todo lo conseguido, el mismo rey Alfonso VIII procuró que el Papa Inocencio III declarara la guerra santa para recabar la ayuda de caballeros ultramontanos (tras los Pirineos, sobre todo franceses) y hacer un frente común contra los almohades. El Papa, tras los antecedentes, proclamó con vehemencia la cruzada en occidente para recuperar el control de la reconquista. Cruzada que, de una manera o de otra, ya había tomado aquellos derroteros tras la victoria en Covadonga pues, desde entonces, se luchó por recuperar la península.

Sabemos que aquella campaña se culminó con la relevante y magnífica victoria en la Navas de Tolosa, pero si tenemos que hablar de un símbolo de aquella cruzada, de un aliciente y de un baluarte que permaneció inalterado en medio del territorio enemigo tenemos que referirnos al Castillo de Salvatierra, donde se vivieron momentos heroicos, dignos de mención.

La fortaleza de Salvatierra

El castillo, probablemente de origen musulmán (entre finales del siglo XI y principios del XII) tuvo una enorme importancia ya que se encuadró en una zona de frontera, como punta de lanza cuando aquella zona fronteriza bajó hasta el río Guadiana. Desde que en 1158 se creara la Orden de Calatrava, pasó a ser controlado por los caballeros de esta orden militar, intentando cumplir una misión de control del territorio. Pero donde adquirió un notable protagonismo fue tras aquella derrota de Alarcos en 1195.

La Orden de Calatrava que, tras aquella derrota, estuvo a punto de desaparecer e, incluso, perdió la fortaleza de Calatrava La Vieja que había sido, anteriormente, reconquistada. Supuestamente Salvatierra había sucumbido también hasta que en 1198 el Maestre Pérez de Siones, con 400 caballeros y 700 peones (y con la supuesta ayuda de un musulmán) entraron por Manzanares y volvieron a conquistar el castillo. A partir de este momento, entre el mito y la leyenda, Salvatierra se erigió en un escenario épico, un símbolo de resistencia y un castillo de salvación: en pleno territorio musulmán, la Orden de Calatrava se hizo fuerte.

Aquel gesto fue valorado de manera diferente por un bando y otro. Para los cristianos, el hecho de conquistar aquella fortaleza, fue un obra de Dios y los musulmanes lo vieron como una auténtica humillación. El propio califa almohade Al-Nasir lo vio así, en una carta: “habían hecho de ella los cristianos como unas alas para ir a todas partes y la habían dispuesto para que fuese la llave de las puertas de las ciudades y humillarse a los hijos de Allah con sus grandes fosos y torres…

Símbolo de Resistencia

Desde aquel momento, Salvatierra fue el referente para el mundo cristiano, un símbolo de resistencia. Los calatravos lo fortificaron y lo poblaron, ante la inquietud musulmana. Para los almohades era una afrenta observar cómo la torre de la iglesia, de los llamados adoradores de la cruz, dominaba el horizonte y hacía sonar sus campanas. Una guerra psicológica en todos los aspectos.

En 1211, Al-Nasir cruzó Sierra Morena con un potente ejército, dispuesto a recuperar Salvatierra. Ante la visión de las tropas almohades, a los pies de la ladera de Salvatierra, el maestre Frey Ruy Díaz de Yanguas habló así a sus calatravos: “Bien freires, vamos a demostrar a esos sarracenos de qué están hechos los calatravos. Vamos a dejarles claro que les resultará difícil tomar Salvatierra y que han de prepararse para un asedio largo, como nosotros lo estamos. Haremos una carga y regresaremos. Es preciso que nadie se desmande ni rompa la formación. Eso les meterá miedo en el cuerpo y nos salvará. Dejad a un lado los peones, son los más dispuesto a morir y los más fáciles de matar, no perdáis el tiempo con ellos. Atacaremos a la caballería almohade. Nos guiaremos por las enseñas verdes. Muchos apenas lleváis meses en la Orden, mas habéis sido probados por el ayuno y la obediencia, endurecidos por la vigilia y humillados por la genuflexión. Que cada hermano sea la fortaleza para el otro, porque el hermano ayudado por el hermano es como una ciudad amurallada. Alabemos al Señor de los ejércitos que nos ha concedido el honor de cabalgar en su milicia y nos premia con este día de júbilo, dispuestos como estamos a ver su rostro”.

La carga de los Calatravos

Tras este discurso encendido, invocaron a Santa María y, recibida la absolución, salieron del castillo 300 jinetes dispuesto a la refriega, a presentar batalla. En tres columnas, manteniendo la férrea formación, se pusieron al trote, con las lanzas enhiestas buscando las banderas del califa, intentando hacer el mayor daño posible. Todos al unísono, como una sola formación, manteniendo el orden, la marcialidad, la rabia y la tensión. El suelo retumbaba, las miradas fijas en el objetivo, las mandíbulas apretadas, la sangre agolpada en las sienes y la muerte llamando a las puertas de la gloria.

Y como cuchillo penetrando en mantequilla, entraron entre las filas musulmanas, provocando el caos. Muerte, terror y sorpresa. Aquel rayo de luz, en medio de la tempestad, daba mandobles a diestro y siniestro, mataba, cercenaba y demostraba un valor inusitado. En un momento dado, todos salieron a campo abierto y volvieron a formar para cargar de nuevo. Varias cargas se produjeron ante la parsimonia y desconcierto inicial de los almohades. La caballería pesada del califa tuvo que intervenir para detener la sangría.

En este punto, y ante la pérdida de la iniciativa, Ruiz de Yanguas ordenó la retirada al castillo con aquella temible caballería pisándole los talones. Y aquí surgió la hazaña y el heroísmo: un grupo escogido de calatravos, voluntarios y valientes, se ofreció para cubrir la retirada. Así, demostrando fiereza y determinación, se volvieron hacia el enemigo y cargaron, ladera abajo, sabedores de su destino. Estaban dispuestos al sacrificio. Poco a poco fueron cayendo ante aquella avalancha almohade de furia y odio. Mientras tanto, el puente levadizo se había izado y el resto de los compañeros estaban a salvo en Salvatierra. Aquí empezaba el largo asedio.

Una hazaña sin igual

Hicieron falta poderosas maquinas de guerra para someter a los calatravos. 51 días duró Salvatierra, 51 días aguantó el embiste de las tropas del califa, con todo su arrojo y voracidad. Poco a poco iban cayendo las fortificaciones, así como la villa, poco a poco, los almohades iban ganando posiciones. Se enviaron emisarios solicitando ayuda al rey Alfonso VIII pero el monarca, impotente y viendo que no podía socorrer la plaza, dio permiso para que escaparan y abandonaran la fortaleza. Aquello era inevitable y al final la Salvatierra pasó de nuevo a los almohades, que convirtieron la iglesia en mezquita y purificaron todo el entorno. Aquello supuso un duro golpe moral para los cristianos.

Sirva el detalle que los caballeros cristianos que iban camino de las Navas y que acamparon de las inmediaciones del Castillo de Salvatierra no intentaron siquiera tomarlo. Lo respetaban y lo consideraban casi inexpugnable. Solo lo reconquistaron después de la victoria frente al califa, entre 1214 y 1215.

Una hazaña sin igual, un asedio poderoso, una defensa férrea, un destino marcado y múltiples historias para contar y recordar, como la de los valientes calatravos que cargaron una y otra vez contra una fuerza muy superior; o como aquellos voluntarios que se sacrificaron para proteger la retirada de sus compañeros. Un historia para que no quede en el olvido, una fortaleza, una cruzada, la punta de lanza en territorio hostil: Salvatierra.